Creo firmemente en la Iglesia, en Jesús, en la salvación que se nos ha presentado por medio de él. Pero no ciegamente. Creer en lo que es la verdad ciegamente es una gracia con la que algunos cuentan, pero la mayoría de nosotros hemos tenido o tendremos dudas en algún momento de nuestras vidas. Y eso no está mal, el razonar es parte de nuestra naturaleza humana, de hecho, una que nos da dignidad de humanos, que nos ha dado Dios mismo, y no tiene sentido ignorar dudas que tenemos, profesar algo que no creemos al 100%, no si es por el resto de nuestras vidas. Y la verdad es que creer en Dios es algo que se sale del marco de lo que podemos probar, pero por eso Dios se nos ha revelado, y solo necesitamos Fe para creer.
Fe? Suena a que lo que no entiendo no lo tengo que explicar sino simplemente digo que lo creo por “fe”. ¿Es una forma de justificar nuestras creencias, dado que las necesitamos, pero no porque estén realmente justificadas?
No. Ese es un entendimiento pobre de la Fe. La Fe no es ciega, no depende de sentimientos, y no va en contra de la razón
De hecho, existen muchos argumentos filosóficos que prueban la existencia de Dios. En una época los estudié y vi diversos debates entre representantes de las posiciones teísta y atea. Por supuesto, existen también los contraargumentos, y estos a su vez también pueden ser contraargumentados, ad infinitum. Para algunos tipos de persona, creo que es una etapa necesaria. Después de un tiempo empecé a ver estos argumentos más como una conversación que como debates, porque siempre hay algo más que decir, y es interesante continuar el hilo de la persona opuesta. Pero algo que eventualmente concluí es que para identificarse tanto con la posición teísta como con la atea, hay que dar un salto de fe. La razón es simple: nunca vamos a poder tener una respuesta concreta en esta vida, porque Dios (lo que los cristianos entendemos por Dios) no es un elemento de este mundo que podamos observar, o que podamos medir, o que podamos comprobar.
Pero eso no quiere decir que el creer que Dios existe o que no existe sea irracional. Hay buenas razones para creer que existe. Y supongo que habrán quienes encuentren que las razones para creer que no existe son lo suficientemente razonables. Pero la Fe no son las razones, y tampoco es creer ciegamente.
Dios mismo lo ha revelado, y tenemos buenas razones para creer que así ha sido, algunas más intuitivas, otras más históricas y científicas.
Si bien la Biblia es un conjunto de libros inspirados por Dios, y hay que saberla leer en su contexto y en su forma literaria, es claro que narra y explora hechos reales que han tenido lugar en la historia. No es algo nuevo, ya muchos historiadores lo han comprobado por nosotros, tanto creyentes como no creyentes. Los hechos del Antiguo Testamento son más difíciles de comprobar, sin embargo, hay muchos rastros de que su contenido coincide con lo que se ha encontrado sobre las civilizaciones que existieron en esa parte del mundo, en esos tiempos. El Nuevo Testamento narra hechos menos remotos y, si en algo están de acuerdo los historiadores más reputados, es que existió un hombre llamado Jesús de Nazaret, y que murió crucificado a manos de los romanos.
La Fe es una respuesta al llamado de Dios. Él se ha revelado en la historia y en nuestros corazones. No de la misma forma para todas las personas y no al mismo tiempo, pero si nos da la oportunidad de escuchar su Evangelio, es nuestro turno de responder, de decir que sí a él y dejarlo dirigir nuestras vidas.
La Fe no es un ejercicio intelectual o una convicción mental. Es parte de nuestra experiencia de vida. No se trata solo de creer, ni ir en contra de nuestra razón o que no nos importe la ciencia, sino que va más allá de la razón, y toma acción. Como cuando era pequeña y me tiraba de algo alto a los brazos de mi papá; tenía sentido creer que él me atraparía, dado que estaba ahí abajo esperándome, sabía que tenía suficiente fuerza para atraparme y me decía que lo iba hacer, sin embargo, solo esas razones no me habrían bastado para tirarme. No tendría sentido tirarme sin tener buenas razones para creer que mi papá me atraparía, pero al fin y al cabo, el lanzarme y esperar que él lo hiciera era un salto de fe. Por el contrario, hay situaciones en las que tengo razones para confiar pero no tengo fe. En mi caso, nunca me he montado a una montaña rusa, porque, aunque me muestren estadísticas de que casi nadie ha tenido accidentes en ellas o me muestren que los cinturones de seguridad son buenos, puede que sean buenas razones, pero no tengo fe en las montañas rusas y no me he atrevido a montarme – es un salto de fe que no estoy dispuesta a dar. Por otro lado, tener fe sin razones sería simplemente estúpido. Por qué confiaría mi vida a alguien que no me ha dado razones para creer en él?
Pero Dios me ha dado razones para creer en Él. No solo creo que existe, sino que creo en Él. Para mí el salto de Fe es pequeño y muy natural, mientras que no creer en Él sería un salto de fe más grande, algo tonto, dado que no tengo buenas razones para no creer en Dios. Entiendo que no sea ese el caso para todas las personas, pero confío en que, si cada quien le da la oportunidad, Dios llegará a sus vidas de una forma u otra. Depende de la persona el cómo responderá a su llamado. No todos tenemos la misma historia, y no se supone que la tengamos. Dios nos hizo tan diferentes como los copos de nieve; cada quien tiene una historia única, que puede permitir ser hermosa y especial en su propia forma, de la mano de Dios.
Por eso es que la Fe es una virtud. Porque no es solo aceptar la verdad, sino vivir como si fuera verdad. Tener Fe en Dios no es simplemente estar de acuerdo con ciertos hechos o argumentos. Una vez alguien reconoce que existe Dios y que Jesús nos ha salvado, y tantas otras doctrinas de la Iglesia, hay diferentes formas de seguir viviendo. Uno puede conocer una verdad pero ignorarla por el resto de su vida. Una persona que hace eso no tiene Fe, aunque afirme verdades. Pero tenemos la libertad de escoger actuar como si creyéramos de verdad en Dios, en cada momento del día, cada día de nuestras vidas. Una vez pasado el obstáculo de las razones para creer o no creer, lo que sigue es más importante: la acción.
Si tengo Fe en Dios, tengo una relación con Él, en la que me puedo entregar del todo a Él, porque no conozco las razones, sino que lo conozco a Él, confío en Él, al punto en que le puedo dar toda mi vida a Él; como lo han hecho los santos, como lo hizo Abel, Henoc, Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, José, Moisés…
Hebreos 11
La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven. Por ella los antepasados han recibido un testimonio. Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de modo que las cosas visibles llegaron a la existencia a partir de lo invisible.
Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio mejor que el de Caín; por ella fue declarado justo al aceptar Dios sus ofrendas, y por la fe, aun después de muerto, todavía habla.
Por la fe, Henoc fue arrebatado para que no viera la muerte, y no se le encontró, porque Dios se lo había llevado: antes de su tránsito recibió el testimonio de haber agradado a Dios. Sin fe, en efecto, es imposible agradarle, porque el que se acerca a Dios debe creer que existe y que premia a quienes le buscan.
Por la fe, Noé, prevenido por Dios acerca de lo que aún no se veía, construyó con religioso temor un arca para la salvación de su familia, y por esta fe condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia según la fe.
Por la fe, Abrahán obedeció al ser llamado para ir al lugar que iba a recibir en herencia, y salió sin saber adónde marchaba. Por la fe, peregrinó por la tierra prometida como en tierra extraña, y habitó en tiendas, igual que harían Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas; porque esperaba la ciudad fundada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara, que era estéril, recibió vigor para concebir, aun superada ya la edad oportuna, porque creyó que era digno de fe el que se lo había prometido. De modo que de uno solo, y ya decrépito, nacieron hijos tan numerosos como las estrellas del cielo e incontables como las arenas de las playas del mar.
En la fe, murieron todos ellos, sin haber conseguido las promesas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos, y reconociendo que eran peregrinos y forasteros en la tierra. Los que hablaban así manifestaban que iban en busca de una patria. Pues si hubieran añorado la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de volver a ella. Pero aspiraban a una patria mejor, es decir, a la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios suyo, porque les ha preparado una ciudad.
Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y el que había recibido las promesas se dispuso a ofrecer a su único hijo de quien se le había dicho: En Isaac tendrás descendencia. Pensaba, en efecto, que Dios es poderoso incluso para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró y fue como un símbolo.
Por la fe, Isaac dio la bendición de los bienes futuros a Jacob y Esaú. Por la fe, Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José y le adoró apoyado sobre el extremo de su bastón. Por la fe, José, a punto de morir, recordó el éxodo de los hijos de Israel y dio disposiciones sobre sus restos mortales.
Por la fe, Moisés, recién nacido, fue ocultado durante tres meses por sus padres, porque vieron que el niño era hermoso, y no temieron el edicto del rey. Por la fe, Moisés, ya adulto, se negó a ser llamado hijo de la hija del Faraón, y prefirió verse maltratado con el pueblo de Dios que disfrutar el goce pasajero del pecado, estimando que el oprobio de Cristo era riqueza mayor que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa. Por la fe, salió de Egipto sin temer la cólera del rey, y se mantuvo firme como quien ve al invisible.
Por la fe, celebró la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocara a sus primogénitos. Por la fe, cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas.
Por la fe, se derrumbaron los muros de Jericó después de dar vueltas alrededor de ellos durante siete días.
Por la fe, Rahab, la meretriz, no pereció con los incrédulos, por haber acogido en son de paz a los exploradores.
¿Qué más diré? Me faltaría tiempo si tuviera que hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, que por la fe sometieron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, se curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra y abatieron ejércitos extranjeros. Hubo mujeres que recuperaron resucitados a sus muertos. Algunos fueron torturados, porque rehusaron la liberación para lograr una resurrección mejor. Otros soportaron escarnios y azotes, e incluso cadenas y cárcel. Fueron apedreados, aserrados, muertos a espada, anduvieron errantes cubiertos con pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados y maltratados —¡el mundo no era digno de ellos!—, perdidos por desiertos y montes, por cuevas y cavernas de la tierra.
Y aunque todos recibieron alabanza por su fe, no obtuvieron sin embargo la promesa. Dios había previsto algo mejor para nosotros, de forma que ellos no llegaran a la perfección sin nosotros.